Cuentos mágicos que enseñan la importancia de ser generoso

Había una vez en un pequeño pueblo llamado Estrella Brillante, un niño llamado Lucas que vivía con su abuela. Lucas era conocido por ser un poco egoísta. Siempre quería quedarse con sus juguetes, dulces y hasta las historias que su abuela contaba antes de dormir. “¡Son míos y de nadie más!”, decía con frecuencia.

Una noche, mientras dormía, algo extraordinario ocurrió. Lucas fue despertado por una luz suave que entraba por su ventana. Era una pequeña luciérnaga brillante, pero esta no era una luciérnaga común. Tenía alas que destellaban como estrellas y una voz melodiosa.

—¡Hola, Lucas! Soy Estela, la luciérnaga mágica. He venido a mostrarte algo muy importante.— dijo Estela con una sonrisa.

Lucas, aunque sorprendido, estaba muy curioso. Se frotó los ojos y preguntó:

—¿Qué quieres mostrarme?

—Ven conmigo,— respondió Estela. Y antes de que Lucas pudiera decir algo, fue envuelto en una nube de polvo brillante y, de repente, se encontró en un bosque encantado.

El bosque estaba lleno de colores y sonidos maravillosos. Había árboles que susurraban canciones y animales que reían como niños. Pero lo que más llamó la atención de Lucas fue un gran árbol dorado en el centro del bosque. En sus ramas colgaban frutos que brillaban como el sol.

—Este es el Árbol de la Generosidad,— explicó Estela. —Cada fruto representa un acto generoso. Pero mira esto.

Estela lo llevó más cerca, y Lucas notó que muchas ramas del árbol estaban vacías.

—El árbol está perdiendo frutos porque en el mundo no hay suficiente generosidad,— dijo Estela con tristeza.

—¿Y qué puedo hacer yo?— preguntó Lucas.

—Voy a mostrarte por qué ser generoso es mágico. Prepárate.

De repente, Lucas fue transportado a una pequeña cabaña en el bosque. Dentro vivía una familia de conejos. La madre conejo intentaba preparar una cena para sus pequeños, pero no tenía suficiente comida. Los conejitos parecían hambrientos y tristes.

—¡Ellos necesitan ayuda!— exclamó Lucas.

—Eso es cierto,— dijo Estela. —¿Qué harías si tuvieras comida para compartir?

Lucas pensó en los dulces que siempre guardaba en su casa. Si estuviera allí, podría compartirlos con los conejos. Por primera vez, se dio cuenta de que ayudar a otros podía hacerlos felices.

—Compartiría con ellos,— respondió con seguridad.

Estela sonrió y chasqueó sus pequeñas alas. Una cesta de zanahorias frescas apareció en las manos de Lucas.

—Dásela a ellos,— dijo Estela.

Lucas llevó la cesta a la cabaña. La madre conejo estaba sorprendida y muy agradecida.

—¡Gracias, pequeño humano!— dijo con una gran sonrisa. Los conejitos saltaron de alegría y compartieron las zanahorias entre ellos.

Cuando Lucas salió de la cabaña, notó que algo brillaba en su bolsillo. Era un pequeño fruto dorado del Árbol de la Generosidad.

—Cada vez que haces algo generoso, el árbol recupera un fruto,— explicó Estela. —¿Listo para más?

Lucas asintió emocionado, y así comenzaron a viajar a distintos lugares. Ayudó a un pájaro herido a volver a su nido, compartió su manta con una ardilla que tenía frío y jugó con un oso pequeño que estaba solo.

Con cada acto de generosidad, Lucas se sentía más feliz. Al final de la noche, el Árbol de la Generosidad estaba lleno de frutos nuevamente, y el bosque brillaba más que nunca.

Estela lo llevó de vuelta a su habitación.

—¿Ves, Lucas? Ser generoso no solo ayuda a otros, también llena tu corazón de alegría.— dijo Estela.

Lucas sonrió y prometió ser más generoso. Desde ese día, compartió sus juguetes, dulces y hasta las historias de su abuela con otros niños.

Y así, en el pequeño pueblo de Estrella Brillante, Lucas se convirtió en el niño más generoso y feliz, inspirando a todos a ser mejores también.

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