Había una vez, en un reino muy lejano, un bosque mágico llamado Lumínea. En ese bosque vivían criaturas fantásticas de todos los colores y formas: unicornios brillantes, dragones pequeños y juguetones, y hadas con alas de luz. Pero entre todas esas criaturas, había una muy especial llamada Lúcia, una pequeña criatura mitad zorro y mitad pájaro con plumas doradas que brillaban bajo la luz de la luna. Lúcia tenía un corazón puro, pero también un gran miedo a los desconocidos.
Un día, el bosque comenzó a oscurecerse de una forma extraña. Las flores dejaron de brillar y los riachuelos ya no cantaban. Los animales del bosque estaban preocupados y no sabían qué hacer. Fue entonces cuando el sabio árbol Lonán, el protector del bosque, llamó a Lúcia para pedirle ayuda.
—Lúcia —dijo Lonán con su profunda y suave voz—, una sombra ha cubierto Lumínea, y solo alguien con un corazón bondadoso podrá encontrar la causa y devolver la luz al bosque.
—¿Yo? —preguntó Lúcia, sorprendida—. Pero soy pequeña y no sé cómo enfrentarme a las sombras.
—El valor de la bondad no está en el tamaño, sino en el corazón. Confío en ti —respondió el árbol.
Con un poco de miedo, pero decidida, Lúcia emprendía su camino. En su vuelo, encontró a un pequeño dragón llamado Darel, que estaba atrapado entre unas ramas.
—¡Ayúdame, por favor! —suplicó Darel.
Lúcia dudó. Sabía que los dragones a veces podían ser traviesos, pero al ver sus ojitos llenos de lágrimas, decidió ayudarlo. Usó sus fuertes patas y su pico para romper las ramas y liberar a Darel.
—¡Gracias, Lúcia! —dijo Darel—. Te acompañaré en tu misión. El bosque también es mi hogar.
Juntos siguieron su camino. Pronto llegaron a un lago cristalino, pero este estaba cubierto de una niebla oscura. Allí encontraron a una hada llamada Mireia, que lloraba porque había perdido su varita.
—Sin mi varita no puedo dispersar la niebla —dijo Mireia, sollozando.
Lúcia y Darel buscaron por todas partes. Revolvieron hojas, escarbaron en la tierra y finalmente encontraron la varita atrapada bajo una roca. Con esfuerzo, la liberaron y se la entregaron a Mireia, quien sonrió radiante.
—¡Mil gracias! Ahora puedo ayudarles —dijo el hada, moviendo su varita para despejar la niebla.
El grupo, ahora formado por tres amigos, continuó hacia el corazón del bosque, donde la sombra era más densa. Allí encontraron a una criatura gigantesca llamada Olam, una especie de oso con cuernos de ciervo y ojos tristes.
—¿Por qué estás aquí, Olam? —preguntó Lúcia, tratando de no mostrar su miedo.
—Estoy solo. Nadie quiere ser mi amigo porque soy grande y asusto a los demás —respondía Olam con voz grave.
Lúcia miró a sus amigos y luego a Olam. Comprendió que la sombra que cubría el bosque no era malvada, sino una tristeza que venía del corazón de esta criatura. Entonces, voló hacia él y dijo:
—Nosotros seremos tus amigos. La bondad no entiende de tamaños o apariencias.
Darel y Mireia también se acercaron, mostrando su apoyo. En ese momento, algo maravilloso ocurrió. Olam comenzó a brillar con una luz cálida y dorada que disipó toda la oscuridad del bosque.
—¡Gracias! —dijo Olam con una sonrisa enorme—. Nunca imaginé que alguien podría aceptar mi amistad.
El bosque volvió a la vida. Las flores brillaron más que nunca, los riachuelos cantaron alegres y todas las criaturas celebraron juntas. Lúcia aprendió que la bondad puede cambiar corazones y devolver la luz incluso en los momentos más oscuros.
Desde ese día, Lumínea fue más hermoso que nunca, y Lúcia, Darel, Mireia y Olam se convirtieron en los mejores amigos del bosque. Su historia se contó por generaciones, recordando siempre el valor de la bondad y la importancia de aceptar a los demás tal como son.
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Radhe – Autor de Cuentos Cortos
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