Historias para niños sobre el coraje de luchar por lo correcto

Había una vez un pequeño pueblo rodeado de montañas y bosques donde vivía un niño llamado Mateo. Mateo era un niño curioso y bondadoso, siempre dispuesto a ayudar a los demás, pero también muy tranquilo y algo tímido. Pasaba sus días explorando el bosque junto a su mejor amiga, Sofía, una niña valiente y decidida que siempre encontraba algo interesante para hacer.

Una mañana soleada, mientras Mateo y Sofía recogían flores cerca del arroyo, escucharon un sonido muy extraño. Era un leve gimoteo que venía desde los arbustos. Intrigados, se acercaron con cuidado y descubrieron un pequeño zorrito atrapado en una vieja trampa oxidada. El animalito tenía una de sus patas lastimadas y no podía escapar.

—¡Oh, pobre zorrito!—exclamó Sofía, agachándose para observarlo de cerca. —Tenemos que ayudarlo —dijo Mateo, aunque su voz temblaba un poco.

Sofía asintió y juntos buscaron la manera de liberar al zorrito. Mateo estaba nervioso; temía que el animal pudiera morderlos, pero también sabía que no podía dejarlo allí. Finalmente, con mucho cuidado y usando un palo, lograron abrir la trampa. El zorrito los miró con ojos agradecidos antes de cojear hacia el bosque.

—Hemos hecho algo bueno hoy —dijo Sofía con una sonrisa. —Sí —respondía Mateo, sintiendo una calidez en su corazón.

Pero ese no fue el único incidente de la semana. Al día siguiente, mientras jugaban cerca de la plaza del pueblo, escucharon a don Ramiro, el panadero, discutiendo con un grupo de niños mayores. Los chicos se estaban burlando de él porque siempre regalaba pan a las familias más pobres.

—¿Por qué lo haces? ¡Es una pérdida de dinero! —dijo uno de los niños, riéndose. —Ayudar a quienes lo necesitan nunca es una pérdida —respondió don Ramiro, con calma pero firmeza.

Mateo sintió cómo algo se encendía dentro de él. Quiso decir algo, pero sus piernas parecían pegadas al suelo. Fue Sofía quien dio un paso al frente.

—Don Ramiro es un héroe porque ayuda a los demás —dijo con voz clara. —Ustedes deberían aprender de él en lugar de burlarse.

Los niños mayores se miraron entre sí, algo avergonzados, y se alejaron sin decir nada. Mateo miró a Sofía con admiración.

Esa noche, Mateo no podía dejar de pensar en lo que había pasado. ¿Por qué era tan difícil hablar cuando algo no estaba bien? Queriía ser valiente como Sofía, pero no sabía cómo hacerlo.

Al día siguiente, cuando regresaron al bosque, encontraron una situación mucho más preocupante. Había un hombre extraño colocando trampas cerca del arroyo donde habían liberado al zorrito. Mateo sintió un nudo en el estómago.

—¿Qué hacemos? —susurró, mirando a Sofía. —Tenemos que detenerlo —respondió ella sin dudar.

Pero esta vez Mateo tomó la delantera. Recordó las palabras de don Ramiro y la valentía de Sofía. Con el corazón latiendo rápido, se acercó al hombre y dijo:

—¡Disculpe! No puede poner trampas aquí. Este bosque pertenece a todos, y está lastimando a los animales.

El hombre frunció el ceño y estuvo a punto de responder algo grosero, pero justo en ese momento llegó el guardabosques del pueblo, alertado por el ruido.

—¡Señor! Éstas trampas están prohibidas. Tendrá que venir conmigo —dijo el guardabosques, confiscando las trampas.

El hombre se fue refunfuñando, y Mateo sintió un gran alivio mezclado con orgullo. Por primera vez, había enfrentado una situación difícil y había hecho lo correcto.

Cuando regresaron al pueblo, Sofía le dio una palmada en la espalda.

—Sabía que podías hacerlo, Mateo. Tienes más coraje del que crees.

Desde ese día, Mateo comenzó a creer más en sí mismo. Aprendió que la valentía no significa no tener miedo, sino actuar a pesar de él. Y junto a Sofía, siguió viviendo muchas aventuras donde siempre luchaban por lo correcto, dejando una huella positiva en su pequeño pueblo y en su corazón.

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